miércoles, 25 de mayo de 2011

De ayer a hoy

Dice José Antonio Maravall que allá por los siglos plenomedievales la ciencia, el saber, pasaron a ser necesarios para que la sociedad fuese virtuosa y feliz. Esto fue el resultado de muchos años, y siglos, de cultivo de la idea de que el conocimiento era esencial en los dirigentes. Ya el mundo romano había adelantado algo al respecto -piénsese en Platón- y el mundo medieval hizo prosperar esta idea desde prácticamente sus inicios.

A mediados del siglo IX la condesa visigoda Dhuoda escribía un manual destinado a la educación de su primogénito, Guillerno, en el que se establecía la línea de conducta que aquel debía seguir para ser virtuoso y prestar servicio a su señor, en el palacio imperial, como era menester, no sólo como militar, sino como consejero. Esos dos pilares básicos, que habrán de ser los dos elementos esenciales del juramento vasallático en los siglos de esplendor del Feudalismo, procedían de la unión del espíritu y valor militar traído por los pueblos germánicos con ese cultivo de las virtudes morales e intelectuales que habían subsistido de la cultura clásica.

El llamado renacimiento carolingio no dejó de valorar ese aspecto intelectual, desarrollando la organización de escuelas. Los hombres del saber, que aún no conformaban un grupo social limitado y con una función pública clara, servían de instructores de los dirigentes, de los reyes. Seguían siendo aún ellos, los gobernantes, quienes debían cultivar su sabiduría ayudados por esos maestros. Sólo así, sabiendo, podían -sin olvidar el valor militar- ser buenos gobernantes. Así llegamos a la idea de las primeras líneas: el saber pasó a ser algo necesario para la vida. Así se valora en las fuentes, así llegamos a un rey como Alfonso X de quien, con todo sus defectos, sabemos que valoraba el saber.

Poco a poco, esos hombres que inicialmente fueron maestros de reyes fueron engrosando un grupo cada vez más cohesionado y definido que pronto acabaría generando incluso una conciencia que podríamos llamar “estamental”. Desde el momento en el que el estado se complejiza, los reyes deben “delegar” parte de esa necesidad de sabiduría en sus servidores más cercanos. Sabiduría que, por otra parte, era fundamental para el buen funcionamiento de la administración y el estado. Alfonso XI, en la primera mitad del siglo XIV, se rodeó de personajes cultivados que, progresivamente, dejando al margen su condición social menor, elevaron su categoría en la corte en función de sus aptitudes políticas y la buena aplicación de sus conocimientos, que fueron generosamente compensados por el rey. Se seguía valorando, de otro modo más acorde con la evolución de los tiempos, el saber.

Sería infantil afirmar que los tiempos medievales eran con mucho mejores que los actuales, líbreme la cordura de hacerlo, pero cuando una lee acerca de ciertos aspectos, como el que brevemente se ha resumido líneas arriba, se pregunta por qué la sociedad ha perdido ciertos valores al seguir progresando. O, si no los ha perdido, no los aplica. Me gustaría poder decir que la política actual se rige por el conocimiento y el buen hacer, que la elevación social se produce en función de las aptitudes (y las actitudes) de nuestros gobernantes, de su preparación y su buen gobierno. Pero, hoy por hoy, estaría mintiendo si lo afirmase. Espero que esto cambie más temprano que tarde.

sábado, 21 de mayo de 2011

"Llevan razón", por Concha Caballero (El País)

El mundo ha sido ocupado por los antisistema y nadie ha dicho nada. Han asaltado el corazón de los Estados; han privatizado bienes y servicios públicos; han zarandeado Gobiernos hasta doblegarlos; han comprado voluntades; han alquilado expertos en la defensa de sus posiciones reclutados en los templos de la sabiduría de cada país. Han proclamado la supremacía de las operaciones financieras sobre los derechos humanos. Han arrebatado a la democracia su poder de decisión sobre los poderosos y han obligado a todos los ciudadanos a pagar su crisis con el dinero de sus salarios y con el futuro de su juventud. Han reducido la política a un juego de poder sin sustancia. Han sembrado la desconfianza y la confrontación entre los pueblos y nos han arrebatado toda esperanza. Son los ocupas de la City, de Wall Street, de Pudong, de La Defense o del barrio financiero de Madrid.

Recorremos el camino hacia lo que los sociólogos conocen como "la espiral letal de la plutocracia" y cuya regla es muy simple: cuanto mayor es la concentración de riqueza, mayores son las capacidades de este segmento adinerado y privilegiado para cambiar las reglas del juego a su favor. Por eso, tal como advirtió Louis Brandeis, juez de la Corte Suprema: "Podemos tener democracia o riqueza concentrada, pero no podemos tener ambas".

Contra esta ruleta de la fortuna, de los privilegios, del secuestro de la política, han salido los jóvenes a la calle y han levantado un campamento de esperanza en nuestras calles. Hay quienes los miran con hostilidad. Son los que habían emprendido una campaña de desprestigio contra ellos, los que hace unos días le reprochaban su silencio, su apatía y su conformismo por no tomar parte en la revuelta conservadora de nuestro país. Ahora les llaman okupas, desharrapados y extremistas. Hay quienes les miran con miedo porque usan un lenguaje que no entienden, unas claves que desconocen. Otros, aun compartiendo sus argumentos, les miran con recelo porque creen que eso supone el suicidio de la izquierda o con paternalismo porque lo consideran electoralmente beneficioso. Son viejos tics de una vieja izquierda que no ha comprendido todavía que su único futuro consiste en su radical transformación.

Simplemente, nos habíamos acostumbrado a no escucharlos. Nos habíamos adaptado a escribir sus vidas con minúsculas y sus dramas con diminutivos. Habíamos convertido sus problemas en microhistorias personales, su desilusión en una parte de la intrahistoria familiar.

Les escuchábamos hablar de sus salarios de 400 euros; de empleos tan inestables que no les daba tiempo ni de conocer a los compañeros; de sus estudios y títulos convertidos en papel mojado. Les habíamos visto despedirse en los aeropuertos, con el alma encogida, convencidos de que aquí no hay esperanza ni futuro. Y, a pesar de eso, pensábamos que eran una nota a pie de página de la historia.

Les habíamos señalado con el dedo, convertidos en ni-nis para ocultar nuestro fracaso y ellos mismos acunaban el fantasma de la desilusión en la habitación prestada de sus padres. Ahora han decidido que su pequeña historia se escribe con mayúsculas, que sus problemas no son individuales y que no se resignan a la espiral infernal que reduce la democracia.

Han salido a la calle, acompañados de rejóvenes entusiasmados; se han sacudido a manotazos la culpabilidad o el miedo, y más que indignación producen una emoción parecida a la esperanza, a día por estrenar, a nuevos conocimientos que podemos aprender, a viejos vicios que podemos desterrar. A pesar de las fechas electorales, a pesar de las contradicciones y de los balbuceos, a pesar de los interrogantes que nos acechen.

En Madrid, en Granada, Barcelona o Sevilla, veo a los jóvenes empuñar una escoba para mantener limpia la acampada y huir de la imagen de botellona con que pretenden desprestigiarles. Miran la luna llena a través de los espacios rotos de una lona que apenas les cubre de la lluvia. Tienen una enorme tarea que hacer: barrer las mentiras repetidas, las ilusiones perdidas y los crímenes diminutos que amenazan nuestra democracia.

domingo, 15 de mayo de 2011

Hipocresía


Hoy, rompiendo un poco con la tónica general, he comido en el salón viendo la tele. Mientras saboreaba un plato de raviolis con salsa al pesto y queso de cabra, me interesaba por las noticias acerca de los palestinos que hoy celebran la Nakba o los lorquianos que se agolpan en el campamento que han establecido para ayudar a los afectados por el terremoto o, incluso, la miseria de aquellos que desde otros lugares acuden a intentar colarse en el mencionado campamento. Luego, coincidiendo con el fin de mi almuerzo, he apagado la tele y he seguido con mi vida: un delicioso café para acompañar el trabajo. Las cosas de nacer occidental.