jueves, 30 de octubre de 2008

No estamos a salvo

Es posible que una mujer asustada por las luces parpadeantes de alarma que la asaltan cada día acabe por convencerse de que debe palparse los senos. Es posible también que, ensimismada en esa tarea que teme al tiempo que la cree necesaria, note algo extraño, algo que antes no estaba allí. Algo que le parece un bulto de esos que ha leído -o escuchado- pueden ser "buenos", pero también, por azar, pueden no serlo.
Con incertidumbre volverá a comenzar desde el principio, esperando que todo haya sido un error, un mal sueño, para volver de nuevo al mismo sitio: no se trataba de ninguna broma de una mala posición de los dedos. Convencida y temerosa, es posible que prolongue el tacto hasta las axilas, esperando que todo se quede en el pecho -le han dicho que un bulto en la axila siempre es más grave o, cuanto menos más sospechoso que uno en el pecho-. Le parece distinguir cada uno de sus ganglios hasta el punto de llegar a la conclusión de que uno está inflamado. Es entonces cuando piensa en la muerte, piensa en su cuerpo. En su pelo.
De momento, quién sabe si todo alimentado por su propio miedo, comienza a sentir un quemor, o le duele, o siente pinchazos en el pecho... o todo al mismo tiempo. Cada uno de los síntomas que ha escuchado -o leído- se agolpan en ese mismo lugar donde años atrás le fue extirpado -así lo llaman- un pequeño bulto que consideraron inofensivo (al menos para el cuerpo, lo del cerebro ya es otra cuestión).
En su soledad, emprende la tarea de levantar barricadas que la mantengan al margen del temido enemigo. Es entonces cuando piensa que ese tipo de barbaridades de la naturaleza -no merecen otro nombre- no se producen -no pueden producirse- antes de los cuarenta. Y busca ejemplos que acompañen su teoría defensiva, pero estos le obligan a ir destruyendo el muro al menos hasta los treinta. El problema es que los treinta están ya demasiado cerca: la edad no le sirve para levantar barreras.
Después de esto irá a buscar al hombre que la espera tendido en la habitación contigua y, tras recostarse muy cerca, le cuenta -otra vez- su miedo y le pregunta si debe o no preocuparse.

-No, eso no es nada -responde él, posiblemente muy cansado ya de escuchar insistentemente la misma pregunta. Si fuera algo, yo lo sabría -continua.

-Me quedo más tranquila cuando tú me lo dices -afirma ella sin demasiado convencimiento, pero intentando grabarse muy profundo que él lleva razón.

-¿Confías en mi? -pregunta él, como adivinándola en su silencio.

-Sí, claro.

Estamos a salvo, se dice, aun sabiendo que no es verdad. Y, mientras, sigue pensando en su temor. En la muerte, quizás. O en su cuerpo.

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