lunes, 9 de febrero de 2009

Frikismo: de la significación de la orientación y la luz en las iglesias románicas


Se ha dicho en multitud de ocasiones que cualquier cosa puede resultar simbólica cuando se trata del arte medieval, que ante una sociedad predonimantemente analfabeta la imagen y los símbolos se convierten en instrumentos fundamentales a la hora de transmitir la doctrina católica. Tanto es así que puede considerarse simbólica la propia orientación de la iglesia.
Por lo general, las iglesias cristianas se orientan al Este, lo cual encuentra un paralelismo con los templos de la Antigüedad, según Mª Ángeles Curros, quien también considera que esa orientación al Este podría relacionarse con la dirección en la que se encuentra el Paraíso. Por otra parte, debemos tener presente que la luz nace del Este, de Oriente. Así lo confirma Marie-Madeleine Davy, que nos dice que las iglesias románicas seguían la tradición de las iglesias primitivas, dirigidas ad orientem. Hacia el sol naciente, simbolizando un sol de salvación, el lugar bendecido de donde había de venir el sol de la justicia para juzgar a los hombres en el fin de los tiempos. Cristo. La luz. Dios. Por eso Oriente significa la iluminación y allí debía encontrarse, según la Biblia, el Paraíso terrenal. Por contraposición, las puertas del Hades se encontrarían en Occidente, o al menos así lo cuenta la leyenda.
En opinión de Santiago Sebastián, el espacio debía orientarse para dejar de ser neutro, para ser sacralizado. Así, desde las Constituciones Apostólicas, el templo aparece orientado Este-Oeste. Pero, dentro de esta orientación, cada punto cardinal adquiere una significación. El Norte es la zona del frío y de la noche, y suele dedicarse al Antiguo Testamento. El Sur, es la vertiente cálida y luminosa, la zona de vida, que solía dedicarse al Nuevo Testamento. El Oeste mira al atardecer, y a él se destina el Juicio Final. Para terminar, el Este es la zona por donde nace el sol y mirando hacia él se coloca el ábside.

En la iglesia primitiva, una abertura sobre el altar iluminaba el santuario. En la iglesia románica el día cae sobre el altar mediante una vidriera. Según nos cuenta Cirlot, la luz -que proviene de Oriente- se identifica con el espíritu y su superioridad se reconoce por la intensidad de la misma. Muestra la fuerza creadora, la energía del cosmos. Al mismo tiempo, su color blanco se relaciona con la totalidad (adquiriendo el valor del color correspondiente en caso de que presente otro tono).
Además, la palabra hebrea luz significa ciudad-centro o lugar de aparición. Según Guénon, la luz es una partícula humana indestructible, simbolizada por un hueso durísimo a la que una parte del alma se mantiene unida desde la muerte a la Resurrección.
Por otra parte, creo haberlo mencionado, Cristo también queda relacionado con la luz, no hay más que observar la inscripción que presenta cuando aparece representado en el tímpano de las iglesias o en otras manifestaciones: “ego sum lux mundi”.
A más importante es el papel divino en una época, más solar será ésta, nos dice Davy. El mediodía es el punto culminante, el momento clave para la inspiración divina, donde se muestra la luz más intensa que separa el ascenso del descenso, la aurora del crepúsculo. Pero, a la misma vez es el momento más peligroso en relación al poder demoníaco, ya que existe el riesgo de caer en uno de los Pecados Capitales, la Pereza, “el demonio del Mediodía”. Es un instante inmóvil y dura tan poco como el éxtasis místico.
La luz penetra a través de las ventanas, que pueden ser vanos circulares o cuadrangulares. Si éstas se dividen, nos dice Cirlot, adquieren la simbología del número de partes en que quedan dispuestas. A esa luz fruto del pleno conocimiento, del espíritu, se contrapone la sombra, que puede ser la sombra de la fe (la vida) o la sombra de la muerte, la que se aleja de Dios. Un grado más allá están las tinieblas, con un doble sentido. Éstas pueden producirse por la ausencia de luz (albergando los demonios) o por el exceso de luz (es la trascendencia inaccesible). La luz es, pues, la presencia de Dios que invade el alma, y con ella el ojo del corazón deja de estar velado por la opacidad de la carne.

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